Historias que laten en el interior de La Casona de los Barriletes

Imaginarás muchos barriletes, como estrellas sensibles, de colores, entre las nubes más bajas, en el cielo, al alcance de las manos. Los imaginarás libres, errantes y no errantes, andando hacia el destino que oscila hasta que se esclarece en el día a día con la pericia del hilo y los desvíos del viento. Con la voluntad, el afecto y los límites que nacen del amor mismo.
Imaginarás que sólo así puede poblar el mundo lo que puede parecer perdido o comandado por los aires del dolor más pasado que replica y replica en el presente.

Imaginarás un barrilete planeando para no caer, volando para que su vida delicada asuma la complejidad de tener alas.

Imaginarás que el cielo es la Casona donde habitan de tanto en tanto, cuando no tocan tierra; que la lamparita es el sol que los mantiene brillantes para que quienes aleteen con ellos y por ellos sean testigos de la capacidad de asombro y los ojos aprendan a sonreír hacia arriba y hacia adelante; nunca más con las cabezas gachas; nunca más tan arrugados; nunca con las pestañas de la mirada escondidas por la adhesión de los párpados.

Querrás ir a La casona de los barriletes. Querrás llevarles el asombro que te falta para que te sostengan la niñez que late en tus sienes y en tus muñecas.
Hay pulso. Siempre que hay pulso. Y están quienes pulsan para guiarnos hasta que podamos volar solos.
Vuelan ya los pájaros que te acompañarán en la búsqueda y el encuentro y tu pasillo largo y angosto se colmará de alfajores, galletitas, turrones, caramelos, chupetines, que cerrarás con la llave de un nudo en una bolsa para no tentarte a menguar la donación de quienes querrán llegar con vos hasta allá de alguna u otra manera.
E irás el 9 de septiembre de 2017 a Madero 247, corazón de Liniers Norte, ese día de ese mes que tanto te gusta y que acrecienta tu superstición de que es el mes de los grandes cambios y de las amplias esperanzas de horizontes. Y te abrirán las puertas de un cielo bajo donde lo que duele se remonta. Donde se remonta a quien le duele. Con las alas de la solidaridad, el compromiso y el bombeo del corazón que conduce la sangre de este hogar cuya misión, entre tantas otras, es la de reconstruir derechos vulnerados de niños y adolescentes, a partir de diferentes dispositivos de trabajo, en el marco de las leyes vigentes y acompañarlos y cuidarlos en sus procesos de madurez para la defensa y ejercicio de sus derechos.
Son las 9.55. El parabrisas y las ventanillas sostienen las gotas densas de la lluvia que ha pasado y que volverá. Ahí está, hacia adelante, la General Paz con su ajetreo. Unos pasos atrás, la gran casa, las rejas verde inglés que preludian un jardín con alegrías del hogar blancas, fucsias, corales, violáceas; una palmera; el jazmín del país; la que llaman planta del dólar; y una santa, Santa Rita que, como techo de ramas y flores, da la bienvenida en lo alto de la entrada.
Me atiende Lucio, me ayuda con las bolsas de donaciones y llego a Alejandra Galzerano, quien me recibe, con su voz madura y amplia, en una oficina colmada de peluches, trofeos de fútbol, los legajos de los 24 varones de entre 10 y 18 años que viven en la casona de los barriletes que se remontan. “No tienen dónde volver. Aquí se los forma integralmente para intentar que salgan a la vida conformándoles un campo afectivo”.
Lucio es un operador, así se llama él en su función, pero es, a simple y larga vista, mucho más que eso porque, hasta mientras pasa el trapo en el piso de la cocina, está formando a los varones recién levantados que le dicen buen día, le dan un beso, y van a las computadoras para despabilarse con un jueguito que les hace ganar vidas.
Además de esta Casona, un hogar terapéutico que aloja a varones que llegan en situación de “desnutrición afectiva” o como “desaparecidos sociales”, el hogar cuenta con el Centro de Capacitación y Derivación en la calle Mario Bravo 966; un departamento asistido a partir del cual guían a chicos mayores de 18 que estudian y trabajan o quieren hacerlo y, finalmente, un espacio familiar, terapéutico y ambulatorio.
La mesa de la oficina de Alejandra protege con un vidrio grueso las fotos de los que están y de los que pudieron irse, amparados, queridos por sus allegados que el hogar procura encontrar y con la consciencia de que también los límites son parte del crecimiento, que son los no de un presente los que podrán pronunciar en libertad frente a otros en el mañana. Porque ciertamente, a quienes están allí, los aúna un vacío común: “Lo único que reúne a los pibes es el abandono. Construir a una persona tiene muchos no. Trabajamos mucho con las familias. Un 60% logra volver a sus hogares o a encontrar un camino saludable. Pueden ser sus hermanos con quienes ya hay un lazo que se enriquece en el reencuentro que estimulamos. A veces algunos eligen no volver. Los chicos son campeones de la resiliencia. Los chicos aprenden a reinventarse. Algunos quedan en el camino. No todo es una rosa. El otro 40% escoge atajos que no son esos para los que los preparamos”.
Me entusiasman los peluches que decoran los muebles y las paredes. Se me van los ojos al calendario en septiembre. Se me va la mirada a la mirada de Alejandra que, hace veinte años y meses, junto a Carlos, tomó las riendas, desde las mismísimas crines de un sueño, de este proyecto tan crucial. Por entonces, ejercía como radióloga. Ahora, aunque abocada enteramente al hogar, inevitablemente es alguien que puede ver a los otros por dentro. Como Gabriel, el Secretario de la Institución, que abre esa hermosa puerta de madera con los vidrios tapizados con recuadros de colores.
Me enamoro del cartel que dice que la a es la diferencia entre creer y crear. Será porque concibo, como quienes llevan a cabo la difícil tarea de reeducar en amor, límites y valores, que la creación es sanadora y abre las puertas a la creencia, a la fe de que la vida vale no sólo una pena, sino también ganársela todos los días para que valga también una alegría.
Me enamoro de ese llamado que atiende Gabriel mientras estoy hurgando —con los ojos que tengo y con los que llevo de repuesto— todos los colores del ambiente. A partir de la cena a beneficio en el Club Vélez Sarsfield, en este momento, le confirman a Gabriel, o así parece hasta este 9 de septiembre, que para conocer el mar, los chicos viajarán a San Bernardo, a fines de este mes. La alegría de Gabriel es tan grande como la mía. Es más grande que la de un niño que se encuentra en el umbral de los sueños de los 24 niños que viven en el hogar.
Varias parejas pedagógicas, de varones y mujeres, con horarios rotativos, ayudan a los niños a la recreación de un mundo familiar que les pertenezca, al que pertenezcan. En total, son 22 las personas que trabajan diariamente para que los chicos alojados puedan dar esos pequeños y grandes pasos que les permitan salir a ganarse una vida digna.
Una escalera, que pega la vuelta hasta llegar a las habitaciones de los 20 chicos que todavía duermen, simboliza ese trabajo arduo de quienes toman las riendas del hilo de una historia para que el protagonista logre llevarse su hilo a su vida, a su casa, a su futuro.
Nacho, el papá bóxer, duerme en un sillón. Parece no estar en condiciones de moverse de allí. Nachita es su hija y está colmada de valores que también inculca a los niños.
En el salón del Club Social y Deportivo que alquilan hay un mural que conformaron con las Abuelas de Plaza de Mayo, juegos de mesa, sillones, computadoras. Y en este momento, a las 12, cuatro pares de cachetes suaves para saludar. Y también otra puerta que conduce a un patio donde otra vez el viento mojado me trae el aroma de las plantas: de los lazos de amor y sus hijos; de los claveles y del pino que crece en la tierra agolpada en una vieja bañera. Hay bicicletas, olor a asado y parrillas vacías donde la lluvia reverbera lo último que se ha cocinado. Además, sogas para tender la ropa y esos piletones gigantes, tan propios de las casas de antes: la casona de los barriletes fue, hace mucho tiempo, un jardín de infantes y hoy quedó el azahar de ese perfume de murmullos de recreo y de inocencias, caídas y tazas humeantes de merienda.
Me voy como un sauce y me voy como una alegría.
Y me voy, abrazando un texto de Eduardo Galeano, todo el libro de sus abrazos; particularmente, el cuento sobre la función del arte, imaginando, así, a esos 24 chicos diciéndoles a los adultos que les quedan chicos los ojos bien abiertos. Los imagino pidiéndoles por favor que los ayuden a mirar con todas sus vidas juntas el mar, cuyas olas romperán muy cerca de ellos, suaves, con el yodo que sanará, por primera vez en sus vidas, la piel de sus pies descalzos.

Nota realizada por Gisela Vanesa Mancuso.
Publicada en (Cosas de Barrio)

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